En Navidad recordamos el camino de los peregrinos José y María y el nacimiento de Jesús en un pesebre, porque nadie tuvo posada para ellos. 

José y María eran pobres. Y seguramente no faltó quien pensara que también eran delincuentes.

Hoy, como entonces, miles de personas “peregrinan” en nuestra tierra para buscar la manera de mejorar las condiciones de vida que su país, al parecer, no ha podido brindarles. Y tristemente también ellos se han enfrentado a la incomprensión y al rechazo de muchos mexicanos.

Gracias a Dios no han faltado los buenos “samaritanos”, que se han preparado para recibirlos y compartir algo con ellos a su paso.

Los obispos de México nos recuerdan que “la Iglesia católica, en fidelidad a la fe en Jesucristo, no puede pasar de largo ante el sufrimiento de nuestros hermanos migrantes que buscan mejores condiciones de vida al cruzar la frontera para trabajar y contribuir al bien común no sólo de sus familias, sino también del país hermano que los recibe”. Y el papa Francisco afirma que “cada forastero que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica con el extranjero acogido o rechazado en cualquier época de la historia”.

Las caravanas de migrantes que atraviesan nuestro país vienen persiguiendo un sueño de libertad y de vivir mejor. Y los decididos pasos de siete mil seres humanos –entre ellos 2,500 niños– nos hace ver a todos que el problema de fondo está en el “modelo de desarrollo” y del descarte, como diría el papa Francisco. 

José y María fueron migrantes, como miles que hoy dejan su tierra, sus hogares, sus familias. Tampoco olvidemos que Jesucristo también tuvo que emigrar a Egipto por la envidia de un tirano, y su familia estuvo unos cuántos años acogida en un país extraño (Mateo 2,13).

Sería muy triste que los migrantes llamaran a nuestras puertas y las encontraran cerradas, como le sucedió a la Sagrada Familia en la ciudad de Belén.