El tiempo de cuaresma nos prepara para conmemorar, paso a paso, los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, desarrollados en tres días, conocido como Triduo Pascual, que incluye la totalidad del Misterio Pascual. Esta celebración se daba ya de manera anual desde el siglo II.

El Triduo Pascual es el tiempo en el que la liturgia cristiana conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, y constituye el momento central de la Semana Santa y del Año Litúrgico. 

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    Antiguamente el triduo estaba formado originariamente por el Viernes y el Sábado santos como días de ayuno, lectura de la pasión y vigilia, junto al Domingo de Resurrección. Posteriormente, entre los siglos III y VIII se añadió el Jueves, que en realidad era el último día de cuaresma y tiempo para preparar el triduo. En la actualidad el triduo comprende desde la tarde del Jueves Santo, cuando concluye la Cuaresma, hasta la madrugada del Domingo de Pascua, en que empieza el tiempo pascual.

    Cabe señalar que, aunque en estos tres días conmemoremos acontecimientos distintos de la vida de Jesús, forman parte esencial de un único misterio de salvación. Por ello, son casi seguidos, tienen amplitud, están relacionados entre sí y manifiestan el sentido de la vida cristiana en comunidad.


    La vida de Jesús en el misterio de la cruz

    La vida terrena de Jesús es el cumplimiento de un programa o de una misión en una dimensión de obediencia radical (Jn 4, 34; 5, 19: 8, 38: 8, 55; 12, 49). La aceptación sin condiciones con que Él cumple esta misión le enfrenta primero con la contradicción y, finalmente, con la oposición activa (Mc 3, 8). Sin embargo, Jesús permanece fiel a su misión y se identifica con ella incluso cuando la resistencia a su mensaje y a su acción se convierte en oposición a su misma persona y se manifiesta en la supresión violenta (Mc 12, 6-8).

    La cima de esta existencia obediencial, que se tradujo en un sí decisivo a la voluntad del Padre, es para Filipenses 2, 8 la muerte en la cruz, esto es, una muerte injuriosa. Jesús camina y llega hasta la muerte en la cruz no por causa de algún incidente, y mucho menos por un fracaso en su misión, sino dentro de los designios eternos del Padre: "A éste, entregado conforme al consejo y previsión divina, lo matasteis, crucificándolo por manos de los inicuos" (He 2, 23). El agente original sigue siendo Dios Padre, ya que "todo viene de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo y nos confió el misterio de la reconciliación" (2 Cor 5, 18). Jesús es consciente de su destino y desde el principio vive en virtud de la hora; más aún, mide toda su acción según la distancia de esa hora (Jn 2, 4; 7. 30; 8, 20; 12, 23; 13, 1; 16, 32; 17, 1). La cruz, que él no anticipa, cuyo conocimiento deja al Padre (Mc 13, 32), es la medida de su existencia. 

    Predijo varias veces a sus discípulos la pasión (Mt 16, 21; Mc 8, 31; Lc 9, 22) y la necesidad de pasar a través del sufrimiento para llegar a la gloria (Lc 24, 26). La respuesta a los hijos del Zebedeo sobre el cáliz y sobre el bautismo que les aguardaban; la parábola de los viñadores homicidas (Lc 12, 49-50); algunas circunstancias de su ministerio, como la violación del sábado (Mc 2, 23-28) y la acusación de blasfemia (Mc 2, 7), manifiestan claramente que Jesús era consciente de que iba al encuentro de una muerte cruel y un destino doloroso. 

    El huerto de Getsemaní, con el "caer en tierra" (Mc 14, 35), con su "terror y abatimiento" (Mc 14, 33), constituye el comienzo de la verdadera pasión de Jesús. En el huerto de Getsemaní ocurrió lo que Abraham no tuvo necesidad de hacer con Isaac.

    Dios entrega por amor a su Hijo único (Rom 8, 32; 2 Cor 5, 21) y Jesús asume activamente a su vez con amor nuestros pecados y nuestra maldición (Gál 3, 13; Col 2, 13) en la ejecución del juicio divino sobre el "pecado". Jesús es el primero en aceptar su propia muerte sin dudar de Dios ni escandalizarse de él, sino asegurando incluso a los discípulos que el señorío de Dios se realizaría plenamente y prometiéndoles continuar con ellos el banquete en el reino de los cielos (Lc 22, 14-18).


    La vida de Jesús a la luz de la resurrección

    La misión del Hijo, que viene del Padre y ha de volver a él, queda sellada por el Padre mismo, que exalta al Hijo el día de pascua. Este día, que contiene el acontecimiento más decisivo de toda la historia humana, se indica y se representa por medio de categorías únicas; en el lenguaje y en la experiencia humana no existen analogías que sirvan para señalar el misterio de la resurrección, que es algo muy distinto de la reanimación de un cadáver. 

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      La resurrección de Jesús indica el paso de una forma de existencia mortal (Rm 6, 10) a otra forma de existencia en la gloria eterna del Padre (1 Pe 3, 18); es la respuesta de Dios, que declara redentora la muerte de Jesús, iluminando y dando sentido a la cruz y al sepulcro. Jesús, a diferencia de David y de cuantos él mismo resucitó, es preservado de la corrupción (He 13, 34), vive para Dios por los siglos de los siglos y tiene las llaves de la muerte y del Hades (He 1, 17). El crucificado está vivo y ha asociado al movimiento de su exaltación también su cuerpo, que se convierte así en un cuerpo que ha sufrido y es glorificado, haciendo posible el reconocimiento de la continuidad entre el resucitado y Jesús de Nazaret. Puede decirse, efectivamente, que la cruz documenta la resurrección. En el evangelio de Lucas dice Jesús: "Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo" (Lc 24, 39); y en el de Juan: "Trae tu dedo aquí, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado" (Jn 20, 27).

      A pesar de que Jesús resucita por su propia virtud y se manifiesta a unos testigos elegidos de antemano libremente, la iniciativa del acontecimiento salvífico se le atribuye siempre al Padre como la manifestación de su poder: ”... cuál es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, la que ejerció en Cristo resucitándolo de entre los muertos" (Ef 1, 19-20), y de su gloria: ”Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre" (Rom 6, 4), y al Espíritu Santo como instrumento de la resurrección y como canal por el cual se distribuye su eficacia en la Iglesia y en el cosmos. 

      La resurrección supone en Cristo la transfiguración de siervo doliente en mesías glorioso, que tiene todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 18) y en todas las riquezas del Espíritu (He 2, 33); en Señor de vivos y de muertos (Rm 14, 9) y principio del cosmos (Col 1, 15-17); en Hijo de Dios con poder, que no conoce ya obstáculos de ningún género y que supera las leyes de la naturaleza y de la misma razón (1 Cor 14); en sacerdote eterno, que está sentado junto al Padre e intercede por nosotros con sólo su presencia (Heb 9, 24), convertido en principio de salvación eterna. 

      El encuentro pascual no constituye solamente una alegría pascual pura (Jn 20, 21), sino que lleva también consigo reproche (Lc 24, 25; Mc 16, 14), tristeza (Jn 21, 17), una mezcla de temor y de alegría (Mt 28, 8; Lc 24, 41), y, para Pedro, proyecta en el horizonte de su vida, no sólo el servicio, sino también el sufrimiento (Jn 21, 18). A los discípulos, enriquecidos ya ahora con su misión y, sobre todo, con su Espíritu, les confía la tarea de continuar su misma obra de salvación, de predicar el reino de Dios a todas las criaturas. Lo que antes de pascua se llamaba seguimiento, se llama ahora, después de pascua, misión a todos los hombres: "El apostolado cristiano primitivo no depende de la misión histórica de los discípulos recibida del rabino de Nazaret, sino que se basa en las apariciones del resucitado". 


      Puedes continuar leyendo el artículo los próximos días de la Semana Santa.